La víctima es un joven que trabajó en una parroquia de Corral de Bustos limpiando excremento de palomas. Sostiene que el sacerdote lo drogó y que había otro religioso presente cuando se despertó desnudo.
Mauricio Ruybal tiene 39 años, pero llora como un chico cuando cuenta su historia. Hace largos silencios porque se le nublan los ojos y se le hace difícil respirar. En una larga charla relató el horror: un primo abusó de él cuando era chico, su padre le pegaba, cayó en las drogas y cuando buscó refugio en la Iglesia, fue víctima de otro abuso: el autor es el cura C. de Corral de Bustos. El proceso judicial contra el sacerdote avanza lento y pese al miedo, Mauricio se animó a hablar, primero con el diario riocuartense Puntal y después, con este sitio.
Su infancia no fue idílica. Los momentos más luminosos que recuerda fueron los que pasó en un pueblo cerca de Corral de Bustos, en el sur de Córdoba, donde vivían sus abuelos maternos. Allí, en el campo, aprendió a jugar libremente y a disfrutar del contacto con los animales y la naturaleza.
Su infancia no fue idílica. Los momentos más luminosos que recuerda fueron los que pasó en un pueblo cerca de Corral de Bustos, en el sur de Córdoba, donde vivían sus abuelos maternos. Allí, en el campo, aprendió a jugar libremente y a disfrutar del contacto con los animales y la naturaleza.
Por motivos de trabajo, cuando era chico, sus padres se mudaron de Marcos Juárez a Villa Mercedes San Luis. Allí se instaló también el hermano de su padre, con su familia. Los dos eran soldadores y trabajaban en una fábrica de aberturas.
Su primo era algo mayor que él, que en ese entonces tenía ocho años y muy a menudo lo dejaban en su compañía. Una tarde de invierno -mientras las mujeres estaban adentro conversando-, en el lavadero en construcción al fondo de la casa de sus tíos, ese compañero de juegos comenzó a abusar sexualmente de él .
A partir de allí, cada vez que tenían que visitar a sus tíos, demoraba en cambiarse, tardaba en bañarse y no podía controlar el temblor que lo dominaba. Sabía lo que lo esperaba, sin lugar a dudas.
Su padre era jugador y violento. Tenía miedo de contarle lo que le había sucedido porque el hombre lo aterrorizaba solamente con mirarlo. Además, su primo lo tenía amenazado. Solamente se animó a contarle el martirio que padeció durante dos años, cuando sus padres se separaron, y lo hizo por teléfono. «Algo le debe haber dicho mi papá a mi primo, porque cuando nos encontramos en un velorio, yo lo miraba fijo y él bajaba la vista».
Un nuevo comienzo
Después de la separación, volvió Córdoba, a ese lugar cerca de Corral de Bustos donde había pasado unos años. Estudió para ser soldador: no pudo terminar la escuela secundaria porque no había suficiente dinero. Su abuelo aportaba lo que podía para el sustento de todos, ahora que la familia se había agrandado.
Pero la debacle se precipitó cuando poco antes de jubilarse, el hombre tuvo un ACV. Su hermana y su madre lo cuidaban , pero él -el varón de la familia- tenía que cambiarle los pañales y bañarlo. Esa pasó a ser la parte central de su vida. Su personalidad era tan vulnerable que no pudo soportarlo, y se hundió en la adicción a las drogas.
Fue a través de la religión que pudo superarla. Mauricio está convencido de que lo salvó la imposición de manos del padre Ignacio, el cura sanador rosarino. Tuvo que salir a caminar, rezar 15 padrenuestros y beber agua bendita durante dos meses, y el milagro se produjo. Estaba limpio y saludable, pero su tristeza no cedía.
En el 2012, decidió aceptar la invitación de una familia amiga que le ofrecía alojamiento y buscó trabajo en Corral de Bustos . En una misa de Colonia Italiana, a dos kilómetros, conoció a un cura, el padre C. Sintió el impulso de contarle su vida. El sacerdote lo vio tan angustiado que le pidió su número de teléfono.
Lo convocó a la casa parroquial en la iglesia del Rosario, lo ungió con aceite, le impuso las manos en la frente, le recomendó que encendiera velas y hornillos.
Pocos días después, le dijo que la comisión parroquial había decidido contratarlo para el mantenimiento de la iglesia.»Después supe que la comisión ni siquiera estaba enterada», aclara.
El sueldo no era alto, pero era atractivo para alguien en su situación. Cuenta que el cura le pagó solamente dos meses: después pidió un subsidio municipal que nunca llegó a los bolsillos de Mauricio.
Excremento de palomas
El religioso le propuso instalarse en la casa parroquial. Dormía en la habitación que usaba el obispo cuando se quedaba a dormir: era amplia, tenía un escritorio y un baño.
Los trabajos eran muchos y duros. Tenía que ocuparse de reparaciones y pintura de dos colegios católicos, el J.M. Estrada y el Juan XXIII. También de la limpieza y arreglos de la parroquia San Roque, de la Iglesia del Rosario y de la centenaria iglesia de Colonia Italiana que había estado cerrada durante mucho tiempo y que con su labor empezó a ser usada por los pobladores.
Uno de los encargos más desagradables fue la limpieza del campanario, invadido por palomas. Tenía que meterse hasta la rodilla en el excremento de las aves y bajar por una escalera empinada. «Casi me caigo una vez , me resbalé. Pero pude limpiarlo totalmente», recuerda.
Después de limpiar la torre, el cura le pidió que comprara veneno para matar a las intrusas. Mauricio le mentía: no quería matarlas. Simulaba que ponía el veneno, pero no lo hacía. El sacerdote pensó que el método no era eficaz y quiso inventar otro para eliminarlas.
Le pidió a Mauricio que las atrapara y las bajara en bolsas de consorcio. «Como eran mansitas, bajé con unas cincuenta. Él me había engañado, me había prometido que las íbamos a llevar para soltarlas al campo de mi abuelo, y yo estaba convencido de que por lo menos las mismas ya no iban a volver»
Mauricio, con una honda fe religiosa, no puede disociar las palomas de la imagen del Espíritu Santo.Por eso, tal vez, se impresionó profundamente cuando el cura, sin inmutarse, sumergió las bolsas en la pileta de natación de la residencia parroquial para ahogarlas. Eso le dio la pauta de que no se trataba de una persona sensible y que era capaz de hacer cualquier cosa. «Ni siquiera se conmovió cuando su propia madre murió de cáncer «, dice.
El día de la «cura de sueño»
Era un martes. Lo recuerda bien porque era el día que visitaba la parroquia un joven profesor de filosofía que llegaba desde Villa María para enseñar toda la jornada en los colegios.
También había otro religioso, un cura de Arias
Ese día, Mauricio tenía que trabajar en el colegio Estrada, pero se desvió y fue a la gruta de la Virgen de la Merced para orar, como solía hacerlo con su abuelo. Estaba especialmente apesadumbrado por los recuerdos de los abusos. Cuando el cura lo llamó tratando de localizarlo, lo sorprendió llorando.
«Nunca le había contado nada. Me daba vergüenza. No me daban vergüenza las drogas ni el pasado de mi padre, que me pegaba con la hebilla del cinto al punto que no pude ir al colegio alguna vez, me daba vergüenza el abuso», explica.
«Me hizo volver a la casa. ‘Hay algo que no me has contado. Si no me lo contás, yo no te puedo ayudar’«, relata.
«Lo hice, se lo conté todo en la cocina y entonces me dijo que me iba a hacer una cura de sueño. Me llevó al dormitorio, me puso un almohadón debajo de los pies. No sospeché nada en ese momento, no pensé en nada raro. ¡No me lo hubiera imaginado jamás!», exclama.
El cura le trajo una pastilla y un vaso de agua. Mauricio se quedó dormido profundamente. A medianoche, apenas se despertó, el sacerdote le dio otra.
A la madrugada, se sobresaltó. Entre las cuatro y las cinco de la mañana, calcula. Se sintió apretadoen la cama, como si hubiera alguien más. «Había un olor nauseabundo. Percibí el roce de su cuerpo desnudo. ‘Tranquilo, tranquilo soy yo’,me dijo. No me podía levantar, no tenía fuerzas para nada», cuenta Mauricio con dificultad.
«Me ayudó a levantarme y me llevó al baño. Me quemé con el agua hirviendo de la ducha y me caí al piso. Ahí es cuando distinguí un tatuaje pequeño en su ingle. Negro, rojo y verde, creo», añade. Recuerda que en ese momento llegó el otro religioso, vestido solo con un slip azul, se llamaba Fernando, y ayudó a levantarlo. Ni bien vio el tatuaje de su compañero, trató de tapárselo; se dio cuenta inmediatamente de que era una evidencia que podía incriminarlo.
«Me llevaron a otra habitación. Me encerraron. Cuando me desperté y quise salir, no pude. No estaba orientado en tiempo y espacio. Resignado, me acosté nuevamente y recién a las 12 de la noche pude salir», sostiene.
El masajista
La cotidianidad siguió como si nada de lo que había vivido hubiera existido. Mauricio se ocupaba de todo en la parroquia . «Lo único que me faltaba era confesar y dar misa», se queja.
«La casa parroquial empezó a ser visitada por hombres, comencé a notar que salían de su habitación. Me dijo que hacía masajes con aceites esenciales, pero después admitió que tenía sexo con hombres, con los mismos hombres que invitaba a almorzar después con sus esposas, gente conocida del pueblo. A veces me pedía que me fuera cuando ellos venían, solo a veces», relata Mauricio.
«Yo creo que él pensaba que yo no iba a hablar nunca. Me ofreció una casa de Caritas para vivir, pero me mintió. Me prohibió ir a ver a mi familia, porque alegaba que mi madre era depresiva y no me convenía tener contacto con ella. Se quiso meter en mi cama dos veces. A la tercera, lo trompeé», justifica Mauricio.
Tiene una constante sensación de suciedad: lava su ropa y limpia obsesivamente. También se siente inseguro. En su casa de Río Cuarto hay rejas, alarmas y cámaras.
Después de que presentara una carta con los hechos ante el Obispado, el acusado empezó a amedrentarlo. Alguien lo llamó desde Italia para sugerirle que se fuera del país y no denunciara. «Creí que lo iban a castigar, pero lo cambiaron de diócesis dos veces. Son una mafia», protesta.
La denuncia en la justicia penal marcha lentamente. Mauricio está seguro de que también allí su abusador -el que ocupa sus pesadillas ahora como durante muchos años lo hizo la sombra de su primo- tiene amigos dispuestos a protegerlo.
TN.-